Témoignage de Rafael Alberti sur l’exil de Machado

En los días grandes y heroicos de noviembre, el glorioso 5° Regimiento, flor de nuestras milicias populares, se ufanó en salvar la cultura viva de España, invitando a los hombres leales que la representaban a ser evacuados de Madrid. A la Alianza de Intelectuales se le encomendó, entre otras cosas, la visita a Antonio Machado para comunicarle la invitación. Y una mañana bombardeada de otoño, el poeta León Felipe y yo nos presentamos en su casa.

Salió Machado, grande y lento, y tras él, como la sombra fina de una rama, su anciana madre. No se comprendía bien cómo de aquella frágil, diminuta mujer pudo brotar roble tan alto. La casa, lo mismo que cualquiera, rica o pobre, de aquellos días de Madrid, estaba helada. Machado nos escuchó concentrado y triste. « No creía él — nos dijo al fin — que había Ilegado el momento de abandonar la capital.» ¿Escasez, crudeza del invierno que se avecinaba? Tan malos los había sufrido toda su vida en Soria, u otras ciudades y pueblos de Castilla. Se resistía a marchar. Hubo que hacerle una segunda visita. Y ésta, con apremio. Se luchaba ya en las calles de Madrid, y no queríamos — pues todo podía esperarse de ellos — exponerlo a la misma suerte de Federico.

Después de insistirle, aceptó. Pero insinuando, casi rozado de pudor, con aquella gravedad y dignidad tan suya, salir también con sus hermanos Joaquín y José…

—No tiene usted ni que indicarlo… El 5° Regimiento le lleva con toda su familia…
—Pero es que mis hermanos tienen hijos…
—Muy bien, don Antonio…
—Nueve, entre los dos matrimonios — creo que dijo—.

Mas aunque en Madrid había otro organismo, la Junta de Evacuación, que se ocupaba de los niños, fué el 5° Regimiento quien salvó a toda la familia de don Antonio, llevándola a Valencia.

Y llegó la noche del adiós, la última noche de Machado en Madrid. ¡Noche inolvidable en aquella casa de soldados! Se encontraba allí lo mas alto de las ciencias, las letras y las artes españolas — investigadores, profesores, arquitectos, pintores, médicos — al lado de los jóvenes comandantes del pueblo Modesto y Lister, ambos aun con aquel traje civil y militar de los primeros días. Con una sencillísima cena, aquellos héroes, a quienes su vida y condición no habían permitido seguramente poner la planta en un museo, ver un laboratorio, cruzar siquiera un patio de Instituto, despedían a los hombres que tal vez iban mañana a enseñar a sus hijos lo que ellos nunca pudieron aprender. Afuera, el corazón de España latía a oscuras, con su alto cielo de otono interrumpido ya de resplandores de los primeros cañonazos. Por los arrabales extremos — Toledo, Segovia, Cuatro Caminos, Ciudad Uni-versitaria—, por los alrededores de la ciudad — Puente de los Franceses, Casa de Campo, EI Pardo — se cubrían de balas y de gloria, junto con las milicias populares y las brigadas internacionales, los defensores espontáneos de Madrid. Y, mientras, en aquel saloncillo del 5° Regimiento, en medio del silencio que dejaba de cuando en cuando el feroz duelo de la artillería, un hombre extraordinario, aun más viejo de lo que era y erguido hasta donde su vencimiento físico se lo permitía, con sencillas palabras de temblor, agradecía, en nombre de todos, a aquellos nobles soldados que así preciaban la vida de sus intelectuales, repitiendo razones de fe, de confianza en el pueblo de España. Hoy, pasados tan largos y catastróficos años, no puedo recordar con precisión lo que Machado en tan breve discurso dijo aquella noche. Quizés se encuentre escrito en algún lado. Pero de su sencilla despedida no he podido perder — ni podré ya nunca — el instante aquel en que don Antonio, con una sinceridad que nos hizo a todos brotar las lágrimas, dirigiéndose a Lister y a Modesto, ofreció sus brazos — ya que sus piernas enfermas no podían — para la defensa de Madrid. Poco más tarde, desde su huertecillo de Valencia, escribía el poeta, insistiendo una vez más en su creencia ciega en el pueblo de España:

«En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre.»

La última vez que vi a Antonio Machado fué en Valencia, en aquella casita con jardín, de las afueras, que su Gobierno le había dado. Su poesía y su persona ya habían sido tocadas de aquella ancha herida sin fin que habría de llevarle poco después hasta la muerte. La fe en su pueblo, aunque ya antes lo hubo dicho, la escribía entonces a diario, volviendo nuevamente a adquirir su voz aquel latido tan profundo, de su época castellana, ahora más fuerte y doloroso, pues el agua de su garganta borboteaba con una santa cólera envuelta en sangre. Mas, como siempre, a él, en apariencia, nada se le transparentaba. Estaba más consento, mas tranquilo, al lado de su madre, de sus hermanos y aquellos sobrinillos, de todas las edades, que lo querían y bajaban del brazo al jardín, dándole así al poeta una tierna apariencia de abuelo. Desde los limoneros y jazmines — ¡oh flor y árbol tan puros en su verso! — cercana, aunque invisible, la presencia del mar Mediterráneo, Machado veía contra el cielo cobalto las torres y azoteas de Valencia, bajo el constantse moscardoneo de guerra.

Ya va subiendo la Luna
sobre el naranjal.
Luce Venus como una
pajarita de cristal.

Ambar y berilo
tras de la sierra lejana,
el cielo, y de porcelana
morada en el mar tranquilo.

Y no pudo mirarla més, pues el poeta era ya una elegía, casi un recuerdo de sí mismo, cuando allá, solo, en Collioure, un pueblecillo cualquiera de Francia, cercano al mar, vino la muerte a tocarle, al bordo de su arreado pueblo heroico, como a un soldado más, lo que real y humildemente llegó a ser.

Desde entonces, allí, en otra tierra, y no en la suya, junto al Duero, como él había soñado, esperan sus huesos.

RAFAEL ALBERTI.

(in Antonio Machado – Antologia de guerra, La Habana 1944)